El carnaval es algo así como una maratón fiestera que brinda la posibilidad de que, al menos una vez al año y durante varios días con sus noches, las personas renuncien a su identidad, se travistan ingeniosamente de lo que tienen más a mano y se conviertan en ese otro YO desinhibido cuyo protagonismo anónimo da rienda suelta a la represión subconsciente y, al mismo tiempo, favorece determinados comportamientos que transgreden lo cotidiano en un contexto de goce colectivo. La verdad es que cualquier pretexto es bueno para hacer un pasacalle rimbombante, una fiesta desmadre o para practicar excesos placenteros. Claro, cuando la magia de la noche, cómplice de tanto disloque, se agota, las primeras luces del día desnudan a esos títeres de cachiporra, las máscaras dejan traslucir los rostros ojerosos y los atuendos ultrajados desvelan los reales cueros sudorosos, debilitados y fuertemente perjudicados…, es la hora de dar paso a otra modalidad que nutre el mismo escenario de sentimientos compartidos en un encuentro colectivo en la tercera fase.
Tras la resaca maratoniana, con más luces que sombras y con la conveniente distancia capaz de restañar las viejas heridas, los actores de la mañana, con su sempiterno disfraz de obreros de la ruta, inician una nueva etapa en esta huída constante hacia lo desconocido y lejano. Sólo así podremos descubrir hasta dónde somos capaces de llegar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario