Estamos, un año más, de vuelta en la aldea, en la Hermandad de Villarrasa. Y llegamos sin contratiempos, transportados como una nube que empuja mansamente el viento, sin prisas, con las pausas obligadas por la costumbre y con el entusiasmo perpetuado en cada domingo de compromiso. El legendario Puente del Ajolí señala el fin de la travesía y se convierte en umbral de la gloria; antes, una tregua en las aguas benditas del arroyo donde rendimos nuestros pies fatigados.
Nos esperan con paciencia angelical el masca y Mari. El rescate
y el traslado se producen apaciblemente. La lucha, por hoy, ha terminado. Atrás,
en otro tiempo que ya nos parece lejano, quedan las solitarias arenas, lagunas, los
pinos... acebuches y alcornoques... el aroma de resina, de romero y de lavanda; cigüeñas,
águilas, que sobrevuelan eternamente el cielo y el murmullo interminable de
mirlos y ruiseñores… Todo es ya recuerdo sepultado en el laberinto de la
memoria que la brisa de la vida se encarga de aventar de forma incontrolada, como
átomos indómitos.
Es tiempo de recuento, de satisfacción, de agradecimiento, no
sólo por lo que hemos hecho sino por lo que todavía somos capaces de hacer
juntos.