Lo que muchos llaman felicidad no es más un estado de bienestar que se
alcanza después de un sacrificio necesario, un esfuerzo más o menos prolongado
o en la vivencia de un momento especial. La dedicación al trabajo tiene su compensación
en el disfrute de momentos de ocio o, simplemente, en proyectos ilusionantes; el
entrenamiento diario, la práctica de la carrera habitual, gratifican y, como
recompensa, el bienestar espiritual se proyecta en las relaciones cotidianas.
Son esos momentos aparentemente insignificantes (por cotidianos) los que nos
hacen sentirnos felices. Luego, en un nivel más alto, la Felicidad con
mayúsculas representa el superávit vital, es decir, el saldo positivo que se deduce del
vivir continuado en la cuerda floja, entre el abismo incierto y el horizonte más
sostenible. Claro que esto último resulta más complicado puesto que ya no
depende de uno sino de la arbitrariedad que entraña la propia existencia.
Por ello, con nuestros encuentros de los domingos, seguimos sumando minutos de bienestar compartido que aspiran a inclinar la balanza por el lado positivo de la vida, porque valoramos en su justa medida lo que tenemos. Lo demás llegará, irremediablemente.
Por ello, con nuestros encuentros de los domingos, seguimos sumando minutos de bienestar compartido que aspiran a inclinar la balanza por el lado positivo de la vida, porque valoramos en su justa medida lo que tenemos. Lo demás llegará, irremediablemente.