Acababa de despertarse hoy algo más tarde que cualquier otro domingo.
El destello de una mañana fresca y radiante perturbó su imperioso descanso. Aún
desde la cabecera observó con un gesto de desaire y, al mismo tiempo, de confusión,
el vestido gris y las medias negras de seda que se arremolinaban en la moqueta
de su dormitorio. A su mente sobrevenían arcadas de murmullos y voces como ecos ininteligibles. De
pronto recordó que el tren de la tarde pasó de largo y que había sucumbido a
los cantos de sirena nocturnos. Cortejada cariñosamente por los compañeros de la
noche cenicienta, se sentía protagonista en el asedio de distancias cortas. Ahora hasta la memoria la traicionaba, pues
traía, contra su voluntad momentos que no deseaba recordar.
Abrió un cajón y sacó unas mallas, una sudadera, y se preparó
para salir. Esta vez eligió un gorro de lana para evitar ser reconocida por los
viandantes que ya se calentaban en el paseo matutino. Pronto fue encontrando la
paz interior al tiempo que aspiraba el aire puro y frío de la mañana, que
escuchaba los latidos acelerados del corazón y se reconocía en la sombra que
siempre la acompaña. Una ducha caliente la devolvió a la superficie de la vida,
dispuesta para ajustarse en su vestido negro y sus medias grises. Pero esta
vez, se dijo, no perdería el tren de la tarde.
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