El carnaval es una manera de reírse de todo (hasta de uno
mismo) sin que ello resulte escandaloso o comprometido. El carnaval se vive en las
calles, travestidas en el anonimato de disfraces y máscaras, donde la apariencia
de la provocación, por original, ridícula o absurda, es lo canónico. Por unas
horas, por unos días, dejamos de ser lo que somos para confundimos en el atuendo
que reivindica nuestros deseos más oscuros o nuestras frustraciones más veladas.
Así, despojados del pudor cotidiano, damos rienda suelta a los instintos, al
desenfreno efímero, que busca ese prurito de purificación catártica para
regresar del sueño de los vivos a la vida de los sueños. Y es que la vida es una
habitación con vistas a un pasado soñado y a un futuro con fecha de caducidad. Mientras, yo sigo soñando caminos de mi
tierra, río de plata, amanecer dorado de montañas blancas, calles esteladas de
humo que blanquea el recuerdo, amigos como sombras ilustradas en la nube de la
mañana… De nuevo, la carrera me lleva, como el pasacalles carnavalesco, a la
vida soñada en un trayecto de ida y vuelta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario