El tiempo refresca en Andorra pero a la gente parece no importarle,
como si no fuera con ella o como si se asumiera que lo peor está aún por llegar.
Para un forastero iniciado en este entorno toda alteración climática se deja
sentir como una experiencia insólita y sale uno a la calle para percibir esas
nuevas sensaciones que no son comparables con las más familiares de la tierra de
origen.
En estas tribulaciones me he ido preparando con la solemnidad que
requiere esta actividad esencial y he salido a correr fiel a mi compromiso
dominical, sincronizado con los amigos corredores de la capital del trópico
andaluz. El reloj marcaba 5 grados, al tiempo que me examinaba el cuerpo buscando
la sensación gélida conocida de antaño, pero no fue así.
Las avenidas, aún desiertas, se preparan para recibir a la multitud itinerante
de cada domingo; en la carretera algún vehículo errado que circula buscando un
destino incierto. A la hora H ya salimos
juntos de nuevo, desde lugares distantes y remotos, con los comentarios
mañaneros de siempre, llenos de proyectos, de crítica personal y fundada…
pronto nos ponemos al día, llenamos esa tacita de calor dominical necesaria
para revitalizar el espíritu. Con trote parsimonioso las piernas se van liberando
de la somnolencia; la respiración ajustada y en ligero descenso paralelo al
río, transcurre el trayecto en dirección sur (siempre al sur). Un río
testimonial que baja entre las piedras desde la montaña por un cauce bellísimo,
haciéndose oír con su reclamo rumoroso que transporta como en un espejo de luz
a nuestro señorial Guadalquivir…
El recorrido circular concluye… escuchando al hombre que
siempre va conmigo.
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