La amanecida en Andorra es de lo más pacífica, luminosa y
transparente como el cielo sevillano, pero más fría. Hoy nadie me espera pero
no quiero defraudar a mis amigos corredores. Así que no me recreo entre las
sábanas y me preparo rápidamente para la salida sincronizada. La montaña verde a un lado; al otro, la verde
montaña; al fondo el valle, mi río, mis amigos. Tengo que ponerme guantes para
prevenir y emprendo el trayecto conocido con el corazón marcando el paso por
las eternas callejuelas engalanadas de recuerdos vivos que se humedecen a cada pisada
en los adoquines, en las aceras, en los muros… El tiempo se detiene en la
banalidad más jubilosa, lo que apenas se goza por efímero e insignificante. Pero
lo que más se valora en el tiempo y en el espacio, equiparándose a las más ambiciosas
pretensiones de la vida. El final es lo más agradecido porque podemos
abrazarnos y compartir unos instantes maravillosos, por inigualables, después del
deber cumplido y el cuerpo henchido de bienestar compartido. Vuelvo a casa honrado
por el sol que me alumbra y por mis amigos de tantas mañanas dominicales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario