La vida es una continua despedida. Ya desde el momento en que
nacemos nos estamos despidiendo del generoso alojamiento materno. En este acto,
como en todas las fases de la vida, la bienvenida conlleva un adiós, un adiós
en que no siempre reflexionamos. Para los jóvenes, que siempre están ampliando
sus horizontes, la despedida no es más un intercambio natural de situación, un
saludo esperanzador ante lo que se presenta; para los mayores, que asumen la
limitación propia y natural, la renuncia también tiene sus parabienes pero deja
esa sensación agridulce de la indiferencia generalizada.
Así pues, con los tópicos de que todo tiene su momento y de que
todo llega, ayer culminamos la travesía del Rocío por un camino sin retorno, tantas
veces visitado, reconociendo a cada paso sensaciones renovadas en el desorden de
la memoria, pero saboreando la lejanía, la soledad, el olvido…, sumergido y
empequeñecido en el destello natural y formidable de un paraje eterno que agita
el viento de la vida, en su acogimiento y en su despedida.
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