Sin pensarlo mucho, solo movidos por el compromiso de la
palabra dada, nos acercamos a la Torre Pelli, aún de noche. La lluvia se tomaba
su tiempo y acechaba encima del rascacielos. Hoy no había nada ni nadie a quien
esperar, ni siquiera la amanecida, relegada a la tiniebla constante. Con paso tímido y taciturno, con la
complicidad que alimenta las conciencias, nos adentramos en las galerías de la
Expo. En un principio, sortear los charcos se convirtió en un pasatiempo para
los cinco pero pronto dejó de tener su sentido lúdico ante la magnitud que estaba
tomando el asunto. Al cabo de un tiempo, caminábamos sobre las aguas imitando
al Nazareno o nos abríamos paso a través de torrentes. Tuvimos que esperar más
de una hora y media para encontrar algún grupo de extraviados corredores en los
que depositar algunas gotas de conmiseración atormentada. El ritmo aumentaba con
la fuerza de la lluvia hasta nuestra Torre. Ya en el coche seguimos sin esperar
nada, ni siquiera la amanecida que nos devuelva una pausa para el sosiego.
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