En este mundo tan complicado que vivimos correr, hacer deporte en general, se ha convertido en una forma de escapar, aunque sea por un instante, de la rigurosa monotonía que nos estruja y nos ahoga. Sí, se puede considerar una patología, pero benigna y gratificante. Raro es el círculo de amistades o familiares donde, además de esta crisis tan manida como interminable, no se hable de la salud. Los médicos ya no prescriben medicamentos, que en estos tiempos de crisis, ya se sabe. Ahora todos proyectan terapias naturistas contra el estrés, la ansiedad, la frustración, el cansancio, la insatisfacción… Y, mira por dónde, hemos descubierto que nadar es el ejercicio ideal para nuestro cuerpo, que andar unos minutos al día es saludable y muy familiar, que ir al gimnasio puede convertirse en nuestro mejor psicoanálisis en el ambiente más socializador. La gente ya no queda en bares sino en el gimnasio. Allí, al menos, la movilidad obligada nos permite evadir una conversación incómoda o aburrida.
En definitiva, se trata de ocupar esas horas de tensión inútil, de compromisos ineludibles. Y lo esencial de esta nueva iniciativa es que se puede realizar en solitario, lejos del entorno que esclaviza, apartado de los inconvenientes que apremian.
El mundo se ve de otra forma cuando se hace deporte, se es más tolerante, aumenta considerablemente el límite para el asombro; al mismo tiempo, disminuye el grado de crispación ante tanto despropósito y golferío y, con ello, nuestra presión arterial; somos más comprensivos con esos pobres políticos que tanto se esfuerzan en hacernos la vida más feliz, más solidarios con los que viven del cuento (digo de contar mentiras), con los menesterosos, con los que sufren. Es que el deporte hermana.
Claro que el efecto dura tan poco que necesitamos el antídoto cada día para soportar todo el peso de nuestra existencia, ya de por sí algo perjudicada por los avatares indiscriminados del tiempo y de lo que, tristemente, nos rodea.
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