Correr una maratón no es solo recorrer los 42,195 km oficiales (algunos
hacemos casi 43). Es una apoteosis bárbara desde su concepción. Puestos en una
balanza, comprende más aspectos negativos que positivos. Solo hay que pensar en
el sacrificio de un entrenamiento riguroso que, en el caso de la prueba sevillana,
supone también competir contra las inclemencias del otoño húmedo y del frío
invierno; la constante preocupación por evitar lesiones, catarros…, inconvenientes
que debilitan la moral y que acaban convirtiéndose en obsesión desmedida. Pero es que, además, en los días
previos a la carrera se vive instalado en una extraña ansiedad que genera la
incertidumbre inexplicable. Luego, ya desde el inicio del recorrido, vamos experimentando
sensaciones contradictorias pero, sobre todo, cómo cada kilómetro va
arrebatando el ímpetu y las energías originales a un cuerpo abandonado a su
suerte, en caída libre y paulatina hacia el abismo de la confusión. Poco a poco la fortaleza mental adquiere su
protagonismo ante la orfandad física. Así, de forma necesaria y nada natural, llegamos
al final.
Y es precisamente
la llegada a la meta lo que entierra tanta adversidad, arrincona los pesares y
compensa todo lo sobrevivido. En los rostros apagados por el sudor y la sal brilla
la luz de la satisfacción, del orgullo consentido. Al final, la emoción es lo que
deja su marca indeleble en el tiempo, cuando los cuerpos restituyen su poder
primigenio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario