domingo, 22 de febrero de 2015

Homenaje a los miles de locos del maratón

        Correr una maratón no es solo recorrer los 42,195 km oficiales (algunos hacemos casi 43). Es una apoteosis bárbara desde su concepción. Puestos en una balanza, comprende más aspectos negativos que positivos. Solo hay que pensar en el sacrificio de un entrenamiento riguroso que, en el caso de la prueba sevillana, supone también competir contra las inclemencias del otoño húmedo y del frío invierno; la constante preocupación por evitar lesiones, catarros…, inconvenientes que debilitan la moral y que acaban convirtiéndose en obsesión  desmedida. Pero es que, además, en los días previos a la carrera se vive instalado en una extraña ansiedad que genera la incertidumbre inexplicable. Luego, ya desde el inicio del recorrido, vamos experimentando sensaciones contradictorias pero, sobre todo, cómo cada kilómetro va arrebatando el ímpetu y las energías originales a un cuerpo abandonado a su suerte, en caída libre y paulatina hacia el abismo de la confusión.  Poco a poco la fortaleza mental adquiere su protagonismo ante la orfandad física. Así, de forma necesaria y nada natural, llegamos al final.
         Y es precisamente la llegada a la meta lo que entierra tanta adversidad, arrincona los pesares y compensa todo lo sobrevivido. En los rostros apagados por el sudor y la sal brilla la luz de la satisfacción, del orgullo consentido. Al final, la emoción es lo que deja su marca indeleble en el tiempo, cuando los cuerpos restituyen su poder primigenio. 

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