Además del deterioro físico evidente, uno de los más claros
síntomas de la decadencia es la pérdida irremediable de ese idealismo de
juventud que inspiraba la mayoría de nuestras acciones, algunas de ellas tan disparatadas.
Se asumen compromisos por las personas con las que se comparten ideales,
valores, etc. y desde la trinchera se lucha con esfuerzo por defender lo que se
considera justo. Hoy día se habla mucho de las Instituciones, pero se nos olvida
que, más allá de la abstracción del concepto, son las personas las responsables. La Democracia,
el Estado, la Justicia, cualquier sindicato, partido político, equipo de fútbol…
no son nada sin los individuos que los representan. Y si estos no son
respetables, competentes u honrados, la sociedad corre el riesgo de fracturarse,
por mucho interés que pongamos en reformar las Instituciones.
Así, conforme pasan los años, el tiempo te va mostrando la
otra cara de la vida, los desengaños inevitables nos van arrinconando como el
toro moribundo y desvalido que, en su natural querencia, busca las tablas;
nuestra voz se diluye en el viento… y las fuerzas flaquean. Además, como somos
conscientes de que muchos problemas ya nos vienen grandes o no tienen
solución, buscamos acomodo en la vida tranquila, sin sobresaltos, dentro de la
familia y con los amigos, en el fútbol o en cualquier ámbito. La afinidad o
inclinación personal posibilita el agrupamiento consciente.
Recuerdo que cuando
me inscribí en el Club de Corredores Atlas pagaba las cuotas en mano (unas
1.200 pts. creo recordar) justo el día de la carrera del gimnasio porque así podría obtener
trofeo. Más tarde me enteré de que eran pocos los que pagaban las cuotas y el Club
de Corredores tenía, cuando menos, una existencia testimonial. Con el impulso
de los más veteranos se renovó el espíritu de Club que hasta esos momentos
estaba estancado, que no perdido. Después de varias reuniones se logró formar una nueva
directiva a cuyo frente estaba Pepe Poti. Pepe Poti aglutinó en torno a sí a
todos los que andaban descarriados, se aumentó la afiliación y el Club comenzó a
funcionar como tal, como una agrupación de amigos con una especial sintonía,
sobre todo la de los domingos y los encuentros en el gimnasio Atlas. Por encima
de la institución estaba la amistad, que es lo que nos unía.
Sin embargo, como el trato es la madre del cariño, la
distancia enfría los sentimientos y la confianza se resiente. Lo que era
afinidad ahora es división. El Club se convierte en un puzle de intereses enfrentados.
La amistad se envilece y degenera en recelos, suspicacias. Un síntoma evidente
lo tenemos en la absurda cuestión de la asamblea. Cuando alguien se envuelve en
los papeles rancios y caducos de unos estatutos recónditos (a los que nadie ha recurrido
nunca) para impedir que se celebre una asamblea es que este Club está enfermo,
muy enfermo. Desde luego, a estas
alturas de mi vida no me encontrarán en la porfía, ni en la controversia. Para
la mí la amistad está por encima de todo y, si esta no existe, nada tengo que
hacer en ninguna organización.
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