Lo que suele impulsar a mucha gente
a adherirse a un club, por lo menos al
principio, es una relación de afinidad entre sus integrantes, amistad,
aficiones, proyectos… Y cada cual contribuye con una aportación económica
testimonial y su participación en aquellas actividades que se organicen. Pero esa afinidad se pierde a medida que uno
va distanciándose del proyecto común o viceversa. La participación en actos colectivos
ayuda a mantener los lazos de amistad y de compromiso dentro de grupo. De esta
forma se consolidan las señas de identidad del mismo.
La imagen patética de una asamblea
de socios (junta directiva y 8 socios) del pasado miércoles y la de los
domingos es todo un síntoma. Este estado de apatía generalizada que
padecemos es el mal que aqueja a gran
parte de la sociedad española, que vive a la espera de que alguien venga a solucionar
los problemas, o que estos se solucionen por sí solos, o que no hay solución
(¿para qué moverse?). Esto ocurre cuando el personal ya no se reconoce dentro
de un grupo y se integra en otro más
reducido e íntimo donde la capacidad de acción quizás sea más elocuente pero
mucho menos relevante, donde las señas de identidad no existen porque precisamente
no hay identidad. Es el vacío cotidiano.
Menos mal que aún nos quedan
algunas actividades en las que podemos recordar el pasado glorioso de lo que
fue y ya no es.
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